Viernes de respuestas, sin máscaras: ¿por qué son tan populares los zombies?
Y por qué ahora hasta yo los encuentro interesantes
Cuando conocí al hombre que hoy es mi esposo me enamoré a los cinco minutos. Sí, fue de esos flechazos cargados de idealización hollywoodense: apareció al poco tiempo esa ilusión del “para siempre” con un dude que apenas conocía. Pero es que, ¿cómo no?: inteligente, guapo, no macho –sí, desafortunadamente esa cualidad destaca en este mundo–, con acento extranjero –sí, en mi país eso es cool–, exitoso, culto, divertido.
El primer golpe de realidad se dio el primer fin de semana que pasamos juntos. Él escogió la película que veríamos: World War Z. –¿Le gustan las películas de zombies? ¿Pooor?– Pensé. Tenía la idea de que las películas de zombies eran pura basura estilo comedia estadounidense del tipo American Pie. Creía que, además, solo le gustaban a adolescentes excéntricos que también veían cine gore.
La primera vez se la pasé. Y la segunda, y la tercera. Al parecer otra cualidad de este señor es la capacidad de salirse con la suya. Sí, ya vi todas las películas de zombies, o al menos todas las que son populares. Yo, la que sentía que si no veía una película alemana galardonada tipo Das Leben der Anderen (La Vida de los Otros) era una pérdida de tiempo, dediqué ya muchas horas de mi vida a ver zombies.
Y debo confesar que cada vez que iniciaba World War Z, o Zombieland, o Amanecer de los Muertos, pensaba “qué perdida de tiempo” pero me quedé a verlas hasta el final. –¿Por qué son tan populares los zombies? ¿Por qué le gustan a este dude?– Pensaba, pero vi una tras otra con él y nuestra época de pandemia se vio invadida por zombies en la pantalla.
Últimamente estamos viendo Game of Thrones y la pregunta resurgió, acompañada de “¿Por qué me parecen, a mi, interesantes los zombies?”. Diré algo que seguro es un lugar común: vivimos en un mundo de zombies. Así que la respuesta fácil a la pregunta que hoy provoca estas letras es: los vivos muertos son populares porque parece que el mundo está lleno de personas muertas en vida y nos da miedo que eso sea contagioso y convertirnos en una de ellas. Pero hay algo más sutil que entendí de los zombies: la no consciencia.
Mi esposo es experto en Teoría de la Elección y algunos otros temas de Teoría de la Economía. Pero también es experto en zombies –y si lee esto como una comparación va a llamar a sus abogados–. Alguna vez me explicó ese asunto de los zombies rápidos y lentos, y seguro muchas cosas más que ya olvidé como los nombres de los jugadores de su equipo favorito, el Liverpool, El Equipo –espero que con esto tampoco llame a sus abogados–. Lo que no he olvidado es que alguna vez platicamos sobre la personalidad de los muertos vivos: no hay tal, no tienen tienen nombre, no son nadie, no se distinguen los unos de los otros. Pueden tener diferente color de pelo, altura, volumen, pero todos, sin excepción, solo se mueven con hambre y en busca de vivos a quienes puedan “comer”. No hay más de ellos salvo esa voluntad que no controlan y un saco dinámico de carne y huesos en putrefacción.
Es curioso, pero no se siente igual ver en la pantalla de ficción a un grupo de personas huyendo de un ejército de asesinos vivos que de una horda de zombies. En la primera, el espectador quiere que ese grupo de personas encuentre la salida. Punto. En el segundo escenario a veces aparecen sentimientos encontrados: quieres que los vivos escapen, pero cuando no lo hacen hay una mezcla de pena y odio hacia el victimario. Odio porque “es el malo y ganó”. Pero pena porque sabes que no lo hace con consciencia y porque la víctima pierde la empatía en cuanto se convierte en parte de la horda.
Sí, los zombies me dan pena.
Sí, me da miedo convertirme en un saco de huesos y carne que pierde la consciencia aunque siga respirando.
Hace unos meses escribí en este espacio que “en la vorágine del mundo moderno se nos olvida hasta respirar bien, así que pensar se queda aún más relegado”. Está sobrevalorada la productividad, pero no nos detenemos a pensar “¿qué es producir?”. Presumimos los cinco libros al mes que leemos, las horas diarias de podcasts sobre negocios y desarrollo personal que escuchamos, las horas de Netflix y de Instagram que hemos logrado reducir, pero no nos detenemos a pensar “¿qué quiero realmente hacer con mi tiempo”.
Somos víctimas del Sesgo del Arrastre, ese sesgo cognitivo que nos lleva a hacer cosas solo porque todos los demás las hacen. Una “razón irracional” que, junto con muchas otras, hacen que nuestro proceder parezca guiado por el cerebro muerto del zombie: muchas veces hacemos lo que hacemos sin consciencia. Y lo que es peor, al dejar a nuestro cerebro en piloto automático, nos olvidamos de lo verdaderamente poderoso que es.
Para ilustrar mi punto, necesariamente tengo que volver a recurrir al título tan acertado de David DiSalvo, What Makes your Brain Happy and Why You Should Do the Opposite, –libro que, por cierto, me regaló el experto en zombies. Un “cerebro feliz” es prácticamente ese cerebro muerto en vida si que dejamos de ser pilotos. Ese cerebro al que sólo podemos pilotear si nos mantenemos despiertos y conscientes.
DiSalvo concluye:
“The final word, however, is still ours. We are the meaning makers –enabled by a brain more advanced than anything else on the planet; a brain that has brought us quite far and will continue to push us forward.”
Somos los creadores de significado.
Somos creadores. Punto. Mantengámonos despiertos.
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