Hoy no soy católica y hasta reniego de mi pasado católico, pero una de las memorias más claras que tengo de mi adolescencia es en misiones. Estaba en la mesa de una familia muy humilde que con gran esfuerzo compartió su comida conmigo y con otros dos misioneros.
Estábamos a solas con la señora de la casa, lo cual era muy común. Sus niños jugaban afuera y su esposo no vivía en el pueblo por un tiempo. La señora apenas hablaba; estaba en su estufa improvisada preparando un café. Nosotros platicábamos; seguramente sin un tema específico de conversación, y uno que otro comentario superficial como “espero no enfermarme de la panza”, o “el otro día probé el cigarro y mi mamá casi me cacha”, o “mis papás van a votar por Fox porque dicen que está en contra del aborto”, y, de pronto, surgió una de esas frases que casi cualquier niña de escuela católica se dice a si misma sin necesariamente entenderla: “yo quiero casarme y tener muchos hijos”. Después, otra niña de escuela católica –yo– respondió con un muy poco común “¡ay no! yo no, yo no quiero ser mamá”… Silencio incómodo. Mis compañeros trataban de entender si en verdad acababa de decir lo que escucharon. –Pero, Ana Cris, ¿cómo? ¿no quieres tener bebés?– me dijo escandalizada mi compañera G. Enfrente, mi compañero M sólo me miró con cara de “qué rara eres”. Y sí, en ese entorno era algo raro que decir.
No recuerdo qué respondí. Solo recuerdo que a mis tiernos quince años creía estar convencida de que no quería ser mamá. Seguramente respondí con un seco “no, no quiero ser mamá”. En mis veintes seguía pensando igual, y en mis treintas comenzaba a entender que en realidad me daba miedo. El reloj biológico me decía “supera ese miedo, ¡pero ya!”; mi conciencia me decía “sí, me da miedo, pero de cualquier modo no es mi sueño”, y algo muy dentro de mi me decía “¿no es tu sueño?… todavía, pero algún día puede serlo”. En fin, un “no quiero ser mamá” que suena definitivo, realmente nunca lo fue, y más bien se convirtió de pronto en una conversación interna que duró más de dos décadas.
Y ahí estaba yo veinte años después: una mujer adulta que acababa de terminar una relación larga, con un reloj biológico cuyo segundero molestaba más que un mosquito a media noche, y la resignación que viene con la idea de que, tal vez, acabaría sin poder elegir si quería o no ser mamá. Resignación que resultó útil: después de varios meses –o años– de terapia entendí que mi “no quiero ser mamá” era en realidad un “si un día tengo la opción, quiero pensármela bien, y si no la tengo, entonces quiero pasármela bien”. Y llegó la opción: conocí a mi socio de vida y comenzó el sueño que no había existido. Sin embargo, el miedo seguía siendo la máscara que ahora decía “¿ser mamá? me da igual”.
Dicen por ahí que el miedo es un gran consejero; sin duda, detona preguntas del alma, de nuestro más auténtico ser. Era diciembre de 2020; a mis treinta y seis años decidí entonces ayudarle a mi mente a hacer un careo con sus miedos, a soltar el control en un tercer encuentro con la divina Ayahuasca que quita de tajo las máscaras si te rindes ante ella. Entrada la noche, ya en un estado alterado de conciencia, mi poder femenino me pidió atención a gritos. “No me ignores más” me dijo de muchas maneras, con varias visiones e ideas que cruzaron ante mis ojos. Me sentí embarazada y lloré de la emoción. “Sí. Sí quieres ser mamá, Ana Cristina. Amas la vida y quieres regalarle eso a alguien más. Sí quieres usar ese poder y, si la naturaleza te lo permite, recibirás la experiencia de la maternidad con los brazos abiertos y la consciencia despierta.”
Meses después lo hablamos y él, curiosamente, fue quien lo propuso primero. Lo planeamos. Ahí estaba, entonces, el verdadero sueño: vivir mi feminidad y, si me lo permitía la vida, vivir mi maternidad. En cualquier caso, dar en el sentido más extenso de la palabra: sentirme más completa mientras más doy, aunque suene contradictorio. Esa es la magia de la energía femenina, una energía de abundancia. Si eres mujer, espero que me entiendas. Si eres hombre y te has permitido despertar ese poder femenino que hay en todo ser humano, quizás también me entiendes. Hablo del concepto más popular pero menos entendido: el amor verdadero. Ese amor que inicia en uno y se expande en el otro. Ese amor que inicia en uno, pero no en el ego.
Un año después, el sueño de vivir mi feminidad se hizo realidad en la forma de la maternidad. Pudo haber otros caminos para realizarlo, de eso estoy segura, pero la vida me puso en los brazos un amor de 3.3 kilogramos que tenía un peso infinito; una personita con cromosomas “xx” y la gran oportunidad de honrar a mi linaje femenino aun con sus profundas heridas de generaciones pasadas a las que se sumaban otras de mi propia vida.
Hace veinticinco años iba de misiones para hablar de temas religiosos y valores en lugares donde no había agua pero sí Coca Cola. “No quiero ser mamá”, decía desde entonces y hasta mucho tiempo después. Pero en realidad mi feminidad estaba herida y, además, lo que no quería era ser convencional. Hoy vivo mi maternidad en un pacto conmigo misma, con mi hija y con mi esposo, pero no con la sociedad. Hoy soy la mujer que quiero ser yo. No soy la mamá que la sociedad espera; soy –y somos mi esposo y yo– lo que necesita mi hija. Y eso es lo que celebro en este convencional Día de las Madres: soy mamá desde la consciencia, no desde la convención.
Hace veinticinco años iba de misiones para mostrar caminos espirituales a la gente que más necesitaba tener esperanza. Hoy mi misión es mostrarle a mi hija que dar desde el amor verdadero –no desde el miedo– es una fuente de abundancia y crecimiento. Eso tiene un efecto multiplicador con mucho mayor impacto que cualquier misión religiosa o secular. Formar a un ser humano en el amor es la mayor contribución que puedo tener para su vida y para la sociedad. Pero no es sencillo: enseñar a dar es enseñar a amar(se).
Hoy entiendo la importancia que como madre tengo en la vida de mi hija, en su amor propio y en su capacidad de amar a los demás. Hoy entiendo que mi misión, a final de cuentas, es crecer; ser mi mejor versión. Solo así podré guiarla de la mejor manera. Y, aunque tomará sus propios caminos, solo así podré darle las botas todo terreno que le ayuden a dar pasos firmes, con amor propio y con amor al prójimo.
Felicidades a todas las mamás que comparten esta increíble misión.
A mi niña:
Amo ser tu mamá, mi niña. Eres mi más grande fuente de inspiración y motor de crecimiento. Eres mi espejo. Eres quien me quita las máscaras del ego. GRACIAS.
Sí, celebremos la maternidad.
🫶
Increíble escrito y testimonio del más grande regalo de la vida 🫶